miércoles, 9 de julio de 2008

Summertime

Media tarde, el sol entra por los cristales de la galería de mi casa, la ventana tiene abierta una rendija y las cortinas ondulan perezosas.
Si miro hacia lo lejos, por detrás de la torre del castillo, veo los bosques y prados que ya van quedando en penumbra. Siempre ha sido una de mis vistas favoritas.
La rotunda mole de la torre en primer plano, casi amenazante, con su único ojo mirando al infinito, y detrás el aún más grande pero apacible y dócil monte Rebollín. Con una cualidad viva, como de dantesco herbívoro dormido, tan manso que multitud de árboles y vastas praderas han ido arraigándose en la gruesa piel de su grupa tras milenios de sol y lluvia.

Hace varios días que ya huele realmente a verano tras una lluviosa y tardía primavera.
Ya vuelvo a sentir en mi piel y mi alma al viejo conocido, al de la luna más blanca y benévola, al de las largas tardes de calor en que la sidra se pone a enfriar. El querido verano, en el que los días parecen un río lento y caudaloso, ya que transcurren plácidamente y permiten cruzarlos una y otra vez de orilla a orilla hasta su inmensa y suave desembocadura en la noche, noches despiertas de agosto, de olor a yerba segada y sidra, de costumbres viejas y viejos amigos que ensanchan el corazón en el reencuentro, pasado el interludio invernal.