Se marchó de casa de sus padres con 19 años.
No tenía ninguna razón para tomar uno u otro rumbo, pero se dirigió al norte, al pequeño pueblo donde había pasado las vacaciones desde que tenía uso de razón.
El autobús de las 12 hendía impasible la noche. El se arrellanó en el último asiento mientras miraba de reojo las luces de la gran ciudad que parecían decirle adiós de la manera más triste y más bella.
Le vino a la cabeza la noche anterior que había apurado hasta el amanecer con los ojos de par en par y las sienes palpitantes. El y otros dos amigos habían decidido pasar una última noche juntos a modo de despedida. Paladeó de nuevo las primeras luces del alba en los jardines de Sabatini, bajo el Palacio Real, esperando al sol sobre el césped empapado.
-Hasta la vista, nos volveremos a ver, echarme de menos por favor...
El autobús seguía rodando y pronto empezó a enfocar sus pensamientos hacia delante, mientras dejaba resbalar la mirada distraida por el desabrido paisaje nocturno. Seguiría aquella carretera, recta como la espina dorsal del país, durante toda la noche, hasta su final junto al mar.
A primera hora de la mañana llegó a su destino con una pequeña mochila y una vieja chaqueta de ante, la cabeza llena de planes y de pelo negro y rizado.
Llamó a la puerta y pronto le recibió su hermana. La casa era una vieja herencia familiar donde ahora vivía ella con sus dos niños pequeños.
Decidió quedarse allí hasta que tuviera una idea más definida de lo que quería hacer.
Durante un tiempo anduvo sin trabajo. Tampoco lo buscó con mucho ahínco. Simplemente dejaba pasar los días disfrutando de un sencillo hedonismo al que siempre se había sentido destinado.
Pese a todo, y como la comida no cae del cielo, intentaba colaborar en la economía domestica con diversas ocupaciones eventuales. Quizá la más llamativa era la de hacer auto-stop por la región y tocar la guitarra a cambio de unas monedas en los pequeños pueblos donde se celebraba el mercado semanal.
La gente solía ser benevolente y casi siempre sacaba lo suficiente para la manutención diaria. Normalmente incluso sobraba algo para una de sus actividades favoritas. Esta no consistía en otra cosa que esperar a la hora de cenar en la que su amigo de toda la vida iba a buscarlo a casa para luego, con andar resuelto y jovial, dirigirse ambos a un añejo bar del pueblo en el que transcurría la velada entre vasos de vino peleón y alguna que otra ración de sardinas o un poco de queso.
No eran aquellas reuniones como las de los viejos amigos que se encuentran tras un largo periodo de separación, -se veían todos los día y había poco que contar-, tampoco había grandes debates ni proyectos de lejanas aventuras.
Simplemente disfrutaban de si mismos. De estar con quien se quiere estar cuando se quiere estar. A veces eso es lo más difícil de este mundo.
No tenía ninguna razón para tomar uno u otro rumbo, pero se dirigió al norte, al pequeño pueblo donde había pasado las vacaciones desde que tenía uso de razón.
El autobús de las 12 hendía impasible la noche. El se arrellanó en el último asiento mientras miraba de reojo las luces de la gran ciudad que parecían decirle adiós de la manera más triste y más bella.
Le vino a la cabeza la noche anterior que había apurado hasta el amanecer con los ojos de par en par y las sienes palpitantes. El y otros dos amigos habían decidido pasar una última noche juntos a modo de despedida. Paladeó de nuevo las primeras luces del alba en los jardines de Sabatini, bajo el Palacio Real, esperando al sol sobre el césped empapado.
-Hasta la vista, nos volveremos a ver, echarme de menos por favor...
El autobús seguía rodando y pronto empezó a enfocar sus pensamientos hacia delante, mientras dejaba resbalar la mirada distraida por el desabrido paisaje nocturno. Seguiría aquella carretera, recta como la espina dorsal del país, durante toda la noche, hasta su final junto al mar.
A primera hora de la mañana llegó a su destino con una pequeña mochila y una vieja chaqueta de ante, la cabeza llena de planes y de pelo negro y rizado.
Llamó a la puerta y pronto le recibió su hermana. La casa era una vieja herencia familiar donde ahora vivía ella con sus dos niños pequeños.
Decidió quedarse allí hasta que tuviera una idea más definida de lo que quería hacer.
Durante un tiempo anduvo sin trabajo. Tampoco lo buscó con mucho ahínco. Simplemente dejaba pasar los días disfrutando de un sencillo hedonismo al que siempre se había sentido destinado.
Pese a todo, y como la comida no cae del cielo, intentaba colaborar en la economía domestica con diversas ocupaciones eventuales. Quizá la más llamativa era la de hacer auto-stop por la región y tocar la guitarra a cambio de unas monedas en los pequeños pueblos donde se celebraba el mercado semanal.
La gente solía ser benevolente y casi siempre sacaba lo suficiente para la manutención diaria. Normalmente incluso sobraba algo para una de sus actividades favoritas. Esta no consistía en otra cosa que esperar a la hora de cenar en la que su amigo de toda la vida iba a buscarlo a casa para luego, con andar resuelto y jovial, dirigirse ambos a un añejo bar del pueblo en el que transcurría la velada entre vasos de vino peleón y alguna que otra ración de sardinas o un poco de queso.
No eran aquellas reuniones como las de los viejos amigos que se encuentran tras un largo periodo de separación, -se veían todos los día y había poco que contar-, tampoco había grandes debates ni proyectos de lejanas aventuras.
Simplemente disfrutaban de si mismos. De estar con quien se quiere estar cuando se quiere estar. A veces eso es lo más difícil de este mundo.
1 comentario:
¡¡Ayyyyy... aquellas entrañables ensaladas de arroz básicamente compuestas de arroz y más arroz, cuando llegaba a casa después del curro!!. ¡¡Ayyy de aquellas mañanas en que antes de acompañar al cole a tus sobrinos había que terminar obligatoriamente de ver "El chapolín colorado" para luego salir con ellos despeinados y corriendo quince minutos tarde (¿puntualidad?¿para qué?,¡chorradas!)...me conmueve recordarlo: tiempos aquellos...
Publicar un comentario